En nuestra cultura occidental, la muerte generalmente se asocia al dolor y a la pérdida, nos angustiamos ante su proximidad, tratamos de no pensar en ella, intentamos borrarla de nuestras vidas, vivimos a espaldas de ella, como si no existiera. Es por supuesto, el más infantil e inútil esfuerzo humano y el que más dolor causa. Aunque he estudiado muchas concepciones filosóficas, místicas y religiosas acerca de la muerte, he encontrado que no hay ninguna respuesta definitiva que nos permita conocer intelectualmente, de primera mano, lo que esta experiencia trascendental implica para los seres humanos, más allá de significar el fin de nuestra vida en este mundo tangible. Las ideas van, desde el azar y el fin de todo de los científicos materialistas, hasta el cielo o el infierno de los religiosos, ideas que generalmente son pensamientos cerrados que no dejan espacio a la reflexión. La experiencia personal de la iluminación de los místicos o el Nirvana Budhista implican una trascendencia de la muerte. El mictlan de los Mexicas, o el Valhalla escandinavo aportan otras visiones y significados…, pero no hay tanta diferencia entre todas como parece y ninguna puede probarse en vida. Existen por otro lado, estudios científicos de personas que sufren muertes clínicas, que por alguna situación –inexplicable hasta ahora-, regresan a la vida y cuentan historias de acuerdo a su formación religiosa o filosófica, es decir de los residuos culturales de su mente. Un cristiano ve a Jesús, un budhista a Budha, un agnóstico solo luz, etc. Hay también mucha información sobre las cientos de interpretaciones sobre la reencarnación, desde las más absurdas, hasta las más razonadas. Ninguna, por supuesto, concluyente.
En lo personal, además de haber tenido el enorme privilegio de la experiencia de mi propia muerte, ahogado a los catorce años, lo cual me dio el regalo más grande que he tenido en esta vida, –perder el miedo a la muerte-, pues cuando te entregas a ella, automáticamente se desconecta el mecanismo por el cual sientes dolor y sufrimiento, es decir este maravilloso sistema de cuerpo, emoción, mente. Al desconectase el sistema, solo sientes consciente o inconscientemente, una inmensa paz, pues ya no hay manera de sentir dolor o sufrimiento. Pero la consciencia persiste.
Tendríamos que ver, sentir, pensar en la muerte como en la graduación de la vida y por lo tanto, como las graduaciones universitarias, podría ser, tántricamente, una celebración y no un duelo !
He tenido además, otros dos regalos más de la muerte, las formidables despedidas de este mundo de dos personas entrañables, íntimas, cercanísimas. Mi hermano Sergio y mi padre.
Sergio y su despedida
Para ver nota completa sobre Sergio: https://compartiendoconsciencia.wordpress.com/2016/06/03/hermano-y-maestro/
Fuimos cinco hermanos, dos mayores y dos menores que yo, así que era el de en medio, con todas sus ventajas y desventajas. Sergio era mayor que yo por dos años, fue mi hermano más cercano en el sentido de compartir una visión de la vida parecida, libre, creativa, en íntima cercanía con la naturaleza.
El me invitó por primera vez, cuando yo tenía tan solo doce años de edad, a practicar yoga, desde entonces, esta disciplina me cautivó y formó parte de mi vida. Él, de catorce, ya daba clases de hatha yoga. Poco después, incursionó en la tradición yoghica de Ananda Marga, fue tan profunda su inmersión y su práctica que cambió su nombre a Kripa, un héroe legendario del Mahabaratha.
Después de una serie de cambios profundos en su vida, Sergio se fue a vivir a Canadá, donde vivía alternadamente entre Montreal y una comuna al norte de la ciudad. Después de largos años, adoptó la nacionalidad canadiense. Le visité en varias ocasiones, ayudándole a cortar leña en invierno o en el verano extraer la sabia de los arces para producir miel de maple.
En una ocasión, me contaba que dedicaba cuatro meses al año en juntar la cantidad de leña suficiente para pasar el invierno y lo hacía a punta de hacha, solo con su fuerza. Un día desde lejos, lo observaba un anciano vecino. En un descanso el hombre se le acercó y encendiendo su pipa se sentó junto a él. Comentaron suavemente del invierno que se acercaba, de la cosecha de sirope de maple de ese año. Después se quedaron en silencio un buen rato hasta que el anciano volviéndose a mirar a mi hermano le dijo: “los he estado observando, como viven con tanto trabajo habiendo hoy día tantas comodidades, pero les veo felices, cantando y bailando con cualquier pretexto. Me recuerdan mi infancia y primera juventud, así vivíamos, pero en ese entonces no había alternativa. Veo que la miseria tiene su belleza”. Dicho esto palmeó a Sergio en el hombro y se alejó a su casa, a la calefacción central y al televisor. A mi hermano le encantaba la anécdota y sus ojos chispeaban al contarla.
Cuando le visitaba en Montreal, era porque trabajaba en diversas ong´s, siempre con esa amorosidad y generosidad que le caracterizaban, esa vocación de servicio a los más necesitados, particularmente a los indígenas de Latinoamérica con quienes se sentía en casa. En ese contexto, un día fue a trabajar a África, a Tanzania. Vivió más de un año con varias tribus Masai. Yo lo imaginaba perfectamente, vestido a la usanza de la tribu, bailando alrededor de una fogata, siguiendo sus rituales y costumbres, pues siempre vivía experimentalmente las culturas donde vivía para comprenderlas. Así fue enriqueciendo su alma.
Fue precisamente en Tanzania donde enfermó. Una grave arremetida de malaria se complicó con el VIH -que por esa época azotaba África-, llegando hasta su cerebro, fue como un ataque de locura. Antes de que sus amigos pudiesen evitarlo la policía lo remitió, no al hospital, sino a un manicomio. Fue entonces que recibimos la noticia en México. Nos coordinamos y se decidió que yo partiera a Tanzania de inmediato por ser el hermano más cercano a él. Cuando hacíamos el itinerario del viaje, recibimos la noticia de que el gobierno canadiense lo había rescatado y ya volaba rumbo a Montreal. Así que cambiamos la ruta y volé a Canadá. Llegue una noche lluviosa, tomé de inmediato un taxi directo al hospital. En la recepción una joven de rasgos asiáticos me dio las indicaciones para ubicarle, así que me dirigí a ver al doctor a cargo. Me recibió un doctor joven y amable. Me explicó los efectos de la malaria en el cerebro y sus ciclos de recurrencia. Era algo que le haría tener inevitables recaídas en el tiempo. Me pidió que lo observara con cuidado, físicamente estaba prácticamente restablecido, pero él no tenía referentes para hacer una evaluación de su estado de salud mental. Así que como hermano, me pedía que hiciera mi evaluación para ver la viabilidad de darle de alta. Después de la charla me llevo a verle, Sergio charlaba de pie con un amigo, reía y gesticulaba, se veía excitado y locuaz. Al verme corrió a abrazarme y comenzó a trompicones a contarme su aventura en el manicomio de Tanzania, como intentó convencer a los locos para que se revelaran contra el sistema y formaran una comunidad alternativa y ecológica. A cada detalle se doblaba de risa. El médico me miraba de lejos con un dejo de conmiseración. Después de un rato de charla, le dije a Sergio que debía completar unos trámites con el hospital. Fui a la oficina del doctor quien de inmediato me preguntó: ¿Cómo lo ve? Le contesté con toda la seriedad del caso, -está loco, de eso no cabe duda…, me miró comprensivo, pero a continuación le dije, -¡como lo ha estado siempre! y comencé a reír de pura alegría, pues mi hermano estaba tan loco como siempre, alegre, creativo y divertido. Fue así como fue dado de alta, pudimos viajar entonces a México para ver a la familia.
Pero la historia africana no acabó ahí, Sergio comenzó a tener recaídas cada año, cada vez más agresivas. Finalmente se sintió suficientemente mal para decidir regresar a México. Lo invité a colaborar en los proyectos que por ese entonces desarrollaba en Oaxaca. Su ayuda en la organización, metodización y estructuración fue invaluable. Por primera vez, tuvimos una oficina en toda forma, con asistente y chofer, así como objetivos, actividades y responsabilidades precisas para cada colaborador. Fueron unos meses memorables. Finalmente se sintió mal de nuevo, por lo que decidió dedicar varios meses a recorrer el país, por todos los lugares donde había trabajado, donde teníamos familiares o conocidos que tuvieron algún tipo de vínculo con él. En todos los casos su esquema era similar. Les preguntaba por su trabajo, su familia, su salud, sus proyectos. Después, les preguntaba si consideraban que tenían algún pendiente de cualquier tipo con él, fuera un malentendido, alguna cuestión económica, de trabajo, afectiva o cualquier situación que consideraran inconclusa con él, pues deseaba cerrar todo proceso. Cuando quedaba claro que no había nada inconcluso, procedía a despedirse, agradecerles por el tiempo que habían compartido, les abrazaba y partía a su siguiente objetivo. Finalmente regresó a la ciudad de México, seleccionó la casa de la abuela paterna, que había fallecido hace poco, convocó a una reunión de despedida mucho más íntima, solo sus familiares y algunos amigos muy cercanos. Esa tarde regaló las pocas pertenencias que le quedaban, las más significativas para su gente más entrañable, pues en su periplo de despedidas se fue desprendiendo de todo. Hizo un ritual, su ritual personal, sincretizando las diferentes culturas, cosmovisiones y tradiciones por las que había navegado a lo largo de sus intensos y prolíficos cuarenta y dos años de vida. Al final se despidió de cada uno. Todos los abrazamos. La mayoría, al despedirse nos decía cosas como: “mañana vengo a ver cómo sigue”, estaré al pendiente”, él solo sonreía condescendiente, pues nadie calculaba la seriedad que mi hermano imprimía a esta tarde. Todos los médicos coincidían en su diagnóstico: “en estas cosas no se puede tener certeza, lo mismo nos dura un mes que diez años más”. Todos se retiraron, fui de los últimos, al abrazarlo, tenía la absoluta certeza de su inminente partida, le agradecí haber sido mi hermano, haberme mostrado y enseñado tantas cosas del mundo. -Solo te adelantas hermano, pero estoy seguro que nos encontraremos de nuevo, pues aún tienes muchas cosas para enseñarme. Él sonrió y me dijo -ten la seguridad de que así será. Me retiré de la casa.
Una hora después recibí la llamada de mi madre. –Sergio se ha ido, ven por favor. Supe así que al quedar solo con mi madre y su amigo más íntimo, su compañero de vida y aventuras de los últimos años, se recostó, se despidió de ambos y partió, consciente, satisfecho, pleno.
Desde entonces, cada día he agradecido este regalo invaluable.
Despedida de mi Padre
Antes de viajar ese domingo a Nueva York, fui a visitar al Maestro, mi padre, mi amigo. Se encontraba descansando en su sillón favorito y miraba hacia la ventana con toda atención y con una expresión de profunda paz. Estos últimos meses leía mucho, devoraba libros, como queriendo seguir aprendiendo hasta su último día. Le comenté sobre el cierre del Diplomado de yoga que acababa de realizar ese fin de semana, después de dos años de trabajo intenso de todas estas personas -casi siempre, una enorme mayoría de mujeres-, que estaban tan agradecidas, tan entusiasmadas por tener nuevas y valiosas herramientas para tener una vida más saludable, feliz y creativa, pero sobre todo, comprometidas para hacer extensivo este descubrimiento a la mayor cantidad de personas posibles, ahora como flamantes profesoras de yoga. Le comenté también, lo agradecido que yo estaba por el privilegio de ser parte de este esfuerzo.
Él sonrió y me dijo: Bien, vamos bien!
Le comenté también con entusiasmo sobre mi próximo viaje, al día siguiente, a New York para ayudar a legalizar las estructuras jurídicas de las tres nuevas organizaciones que proporcionarían herramientas actualizadas al enorme esfuerzo internacional de las miles de personas que colaborabamos con su trabajo. Como siempre, me alentó, se entusiasmó y se veía muy feliz, tal vez de ver mi propio entusiasmo en comentárselo.
Estos dos últimos años nuestra relación había cambiado profundamente, era cada vez menos el Maestro y cada vez más el amigo íntimo, cercano, cómplice. Me escuchaba más, me confiaba sus profundos cambios, sus descubrimientos, las comprensiones de esta postrera etapa de su vida. Era mucho más ligero, más sonriente, cada día era más transparente. Cuestiones que había defendido con energía unos años antes, que habían sido inobjetables para él, ahora las veía desde una perspectiva mucho más amplia, más compasiva, profunda e integradora. No había motivo para los conflictos, todo parecía resolverse en una visión que trascendía la dualidad.
Pero en nuestra charla, a cada rato se interrumpía y mirando hacia la ventana (la cual tenía una persiana), me decía cosas como: ¿vez esa hermosa luz?, que luz tan maravillosa!, cada vez hay más luz, más luz… Por supuesto yo miraba y remiraba y no veía sino la simple y tenue luz de la tarde colándose entre la persiana. Le pregunté si quería que abriera la persiana. El negó suavemente con la cabeza pero me insistía en la luz, le pregunté esta vez, si quería que encendiera la luz eléctrica. Finalmente, volvió su suave e intensa mirada hacia mí, sus ojos me sorprendieron, tenía las pupilas enormemente dilatadas, pero su iris brillaba azulado y dorado alrededor, como en un eclipse de sol –pero sus ojos siempre fueron cafés!-. Con una muy amorosa y comprensiva sonrisa me dijo nuevamente, ahora sin palabras. Solo mira la luz.
Entonces, algo se conmovió profundamente en mi interior, pues siempre recuerdo las últimas palabras de W. V. Goethe en su lecho de muerte: “luz, más luz”. Entendí que se despedía.
Entonces le abracé profundamente, agradeciéndole su vida extraordinaria, sabia, integra y sobre todo, congruente. Le comenté que por todos los lugares que viajaba eran cientos, tal vez miles de personas, las que siempre le enviaban su enorme agradecimiento, su cariño y tantos abrazos que era incapaz de darle. El hizo entonces, ese gesto tan característico suyo, como espantando un molesto mosquito con la mano que hacía cada vez que alguien le agradecía mucho o trataba de halagarle, como diciendo: Bahhh, a otra cosa…
Le dije que pospondría mi viaje, pero él me insistió firmemente en que todo tenía que seguir, el trabajo tenía que continuar. Solo atiné llamar a la aerolínea y cambiar mi regreso, programado originalmente dentro de una semana, para regresar en solo tres días. Por la mañana, antes de tomar el taxi al aeropuerto me asomé a su habitación y le vi dormir tranquilo, así me fui al aeropuerto. Durante todo el vuelo tenía en la mente y el corazón su insistencia en la luz que le inundaba y que yo no alcanzaba a ver. Un estado de paz e inquietud al mismo tiempo me invadía. En el vuelo viajaba una muy querida amiga, colega de mis andanzas ambientales, charlamos, rememoramos las aventuras conjuntas. Pero me costaba concentrarme en su charla. Mi mente volaba a cada instante a mi padre.
Al bajar del avión en New York, el celular comenzó a sonar insistentemente, pero por cuestiones técnicas no me fue posible contestar. Entonces se empezó a aclarar mi consciencia. Decidí ir de inmediato a la casa del querido amigo que me hospedaba en Brooklyn, donde también me esperaba mi amigo Cesar. Su conmovido abrazo al recibirme, me confirmó mi presentimiento. La primera reacción fue tomar de inmediato un vuelo de regreso, pero al pensarlo mejor, recordando las últimas palabras de mi padre, decidí quedarme y atender los asuntos que me habían llevado a esa ciudad. En veinticuatro horas, entre los tres amigos logramos sacar adelante el trabajo programado para una semana.
Solo entonces busqué un vuelo de regreso. Como tenía unas horas libres, caminé con mi amigo Cesar por el bello Prospect Park. Fue como reconocernos de nuevo, aunque teníamos años de conocernos. Me quedaba claro que comenzaba una nueva era para mí.
Después volé a la Ciudad de México. Llegué por la noche y me recibieron queridos amigos, que me llevaron directamente a la sala de velación. Había una inusitada multitud de personas vestidas de blanco, que contrastaban ostentosamente con la negra vestimenta de las personas de las salas aledañas. Pero mucho más me impresionó, que tantas personas conocidas de pocos o muchos años, cercanas e íntimas, o que no veía en muchos años, pero todas, al verme me abrazaban y lloraban. Algo no encajaba en mi mente, me sentía perplejo. Me preguntaba, ¿de que lloran? Yo me sentía exaltado y profundamente feliz. Feliz de haber tenido la inteligencia y la consciencia, de haber decidido nacer con esta familia, con este Maestro Iluminado, particularmente feliz, de haberme dado cuenta de ello prácticamente toda mi vida. Pero también, por la manera mágica en que me regaló su despedida. La cual fue, su última enseñanza personal. Esa sensación no ha dejado de crecer.
Cada día mi Padre, el Maestro, el profundo y cercano amigo está más presente en mí. Cada día me siento más honrado y feliz de llevar adelante sus sabios consejos, su inspiración y sus muy específicas instrucciones. Ni un solo día me he sentido triste o solo por su partida, pues al contrario de algunas personas que sintieron que murió su Maestro, en mí está cada día más vivo.
No puedo imaginar un padre, un escenario, una vida más plena, alentadora, profunda y feliz para un hijo.
Gratitud, solo inmensa gratitud!
Héctor Marcelli